martes, agosto 26, 2008

El Muerto Vivo

Empuñó fuerte su cuchillo, cerró sus ojos y sentió como penetraba la hoja en su piel. Luego de este instante inicial volvió a mirar y el rojo de la sangre que salía a borbotones ya cubría por completo su mano. Ya sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo, abrió con fuerza de par en par su cuello para que se desangrara lo antes posible y el sufrimiento acabara; a fin de cuentas el sufrimiento en ese momento era compartido por ambos, la diferencia es que sólo uno de ellos estaría vivo para hablar del dolor intenso y desgarrador que ahí había.


Una sóla pregunta daba vueltas insistentemente en su cabeza: ¿Era necesario hacer todo esto?


Al momento de entrar a su casa el cansado Ernesto no podía aún sacarse de su cabeza los gritos de su madre; se había dejado dominar por sus instintos más humanos tantas veces reprimidos por figuras autoritarias. Los sonidos en su cabeza le parecieron cada vez más reales hasta que comenzaron a cambiar: eran gritos de placer. Avanzó sigilosamente por el pasillo y se detuvo frente a la puerta entreabierta sin atreverse a mirar: los gemidos de la pareja se intensificaban y por un instante Ernesto sentió que se mezclaban con los latidos de su corazón, el que parecía querer salir de su pecho. Fue entonces cuando decidió, finalmente, asomarse y mirar. Ya no había vuelta atrás, la herida era mortal y su responsabilidad absoluta. Extenuado por el forcejeo previo y abatido por toda la carga emocional que conllevaba una muerte, Ernesto no pudo más que desplomarse en el suelo y presenciar la grotesca escena final. Los vidriosos e incrédulos ojos de la vícitima parecían buscar infructuosamente los de su victimario una última vez.


¿Era necesario hacer todo esto?


Sus cuerpos desnudos se agitaban y al menos en ese momento se hacían uno: eterno e infinito. Ernesto, acostumbrado toda su vida a recibir y cumplir órdenes, ya sea de su patrón, de su dominante señora o bien de su anciana madre no supo como reaccionar. Su boca intentó gritar, pero su garganta y tráquea certeramente cercenadas no se lo permitían; fue entonces cuando agonizó por unos segundos, pero estos segundos parecieron eternos. Sus manos rojas buscaron torpemente un cigarro en el morral que llevaba consigo. Lo único que pudo encontrar fue la nota en que su patrón le había encomendado dar muerte a Tacristopy, el mejor cordero de su fundo, aquel que Ernesto había criado con tanto amor casi como un hijo: el primogénito del patrón había nacido y había que celebrar.


La pregunta volvió a sonar en su cabeza: ¿Era necesario hacer todo esto?


Cerró sus ojos, inspió ondamente y botó todo el aire que pudo. Su mujer, su madre, su cordero, su patrón. Repitió esta fórmula hasta que el sonido de la sangre cayendo y el olor a muerte desaparecieron. Entonces el silencio y la calma se apoderaron de todo hasta que fueron violentados por el único sonido de este mundo que merece interrumpirlo: una risa pura inocente y contagiosa.